Año vigésimo primero del reinado de Valentiniano III, idus de Maius, día en que entré a formar parte de la corte como ayudante de cronista. Para los lectores XV-V-CDXLV.
Roma está patas arriba. Los soldados saquean buscando pruebas para arrestar y acusar a profesantes maniqueos, en su mayoría medas o persas. La causa es el edicto firmado por el emperador con el cual se condena la práctica del maniqueísmo, causa por la cual me dirijo a palacio a acusar conocidos. Es la labor de todo buen cristiano condenar y evitar la difusión de herejías como ésta, el arrianismo, el monofisismo, el nestorianismo, y un montón de herejías cristológicas surgidas a raíz de las discordancias entre Occidente y Oriente, entre Iglesia e Imperio, etcétera.
Después de chocarme con una infinidad de gentilicios diferentes, sobre todo medas, persas y babilonios y que soldados me detengan para preguntarme los motivos de mi marcha por la ciudad llego a palacio. Los guardias me registran y me dejan pasar. Ya dentro de palacio me fijo en el lujo de éste. Gente limpiando y arreglando los desperfectos. Columnas muy altas con techos llenos de ornamentos. Delante de las puertas, bustos de emperadores, como César, Marco Aurelio o Constantino.
Entro en la sala principal. Más bustos y estatuas. En el centro una gran estatua de César Augusto Constantino y César Octaviano Augusto, rodeados de serafines todos de oro a diferencia de los Césares que eran de bronce, he aquí la diferencia entre el poder divino y el poder terrenal y finito. Al lado de la estatua se encuentran dos senadores hablando entre ellos. Vestían las típicas togas blancas que caracterizan la curia romana (sólo los ciudadanos romanos y patricios pueden llevarla y es considerado un insulto que un ciudadano no romano la lleve). Me acerco y les pregunto:
-Disculpen, tengo que hablar con el secretario de palacio para acusar a unos maniqueos. ¿Dónde...-me interrumpen bruscamente:
-¡¿Te crees que soy el guía o qué?! ¡Búscala por ti mismo, perro!- me voy precipitadamente. La tensión en la calle también se respira en palacio por lo que veo, aunque simplemente es una excusa. Hoy en día ni los senadores tienen buenos modales.
Llego finalmente al cuestorado de palacio, donde se rigen los asuntos que conciernen al Emperador y al Imperio. Allí sentado se encuentra el secretario dictando sentencias con cara de angustia. Al verme entrar silba y a continuación aparece un muchacho por una puerta y se lleva todos los pergaminos con las sentencias. Me pregunta:
-Ave. ¿Qué desea?
- Ave, mi nombre es Constancio y me persono ante usted por varios casos de herejía. Como muy bien debe saber usted, por ser secretario, está condenada en territorio romano cualquier doctrina o práctica religiosa diferente del credo Niceno. Así pues debo decirle que por el edicto firmado por el emperador, en el día de ayer por el cual se condena el maniqueísmo, que…-el secretario me mira con la frente arrugada y la ceja arqueada
-Bien escucharé sus alegaciones mediante las cuales quiere usted condenar a sus conciudadanos. ¿Puede darme pruebas?
-Pruebas. ¿Qué pruebas son mejor que la verdad? Y la verdad es que esos extranjeros, que tienen la desfachatez de vivir y de gozar de la buena vida romana, aunque en los últimos tiempos la vida es más difícil y nuestra economía no está en su mejor momento pero eso no quita que somos la mayor potencia del mundo y que todos los pueblos tienen que admirar el modo romano, bla bla bla, ñañañaña.
El secretario continúa ceñudo. No sé qué pensará pero seguro que nada bueno. Al final, por qué me las doy de sabiondo sino sé nada de asuntos de palacio. Hay demasiada burocracia de por medio y si sigo así, cansaré al secretario y ordenará que me echen de palacio. Se correrá la voz de que Constancio Sexto Marciano ha sido expulsado del Cuestorado y mis amigos se reirán de mí. Ya oigo sus rebuznos. Tengo que evitarlo, venderé cara mi vida. Que se atreva este mindundi a decirme que me saca de palacio que…-interrumpe mis pensamientos.
-Oiga plebeius. ¿Por qué no entra a trabajar en palacio? Me cae bien, tiene las ideas claras y sabe lo que se debe hacer. Voy a proponerle al cronista Flavio Quinto Metelo para que sea su ayudante. Sé que es un tanto repentino, pero vamos falto de personal y gente con su moral son necesarios en esta época que nos ha tocado vivir. Ahora puede marcharse, mañana irán a llevarle la notificación de adhesión. Ave.
Consternado y con los ojos como platos salgo del palacio. Voy dándole vueltas a todo lo dicho por el secretario y en lo repentino de su decisión. “Mañana será otro día”, me digo. Y sí, lo será.
Mi nombre es Constancio. Carpintero de oficio. Un día mis padres me pillaron con una muchacha de abundante delantera y me obligaron a casarme con ésta fulana, por lo que me vi obligado a abandonar Hipona, en el norte de África e ir a Roma, donde nadie me conocía. Dio la casualidad que a los pocos días los vándalos asediaron y saquearon la ciudad, muriendo en ella mis padres y también Agustín de Hipona. Hace 15 años, en el CDXXX.